Este artículo fue originalmente publicado en Diálogo Político
La Asamblea Legislativa salvadoreña, controlada casi en su totalidad por el oficialismo, aprobó, el 1 de agosto pasado, una reforma legal que habilita la reelección indefinida de la figura presidencial. En los hechos, esta es una expresión más de la agenda antidemocrática de Nuevas Ideas y su máximo líder, Nayib Bukele, que, durante el último año, han acelerado el debilitamiento institucional en el país centroamericano.
Si bien el bukelismo ha dado muestras de su talante autoritario desde hace tiempo, puede considerarse que en 2025 el despotismo se ha instalado, a todas luces, en El Salvador. Desde hace algunos meses se han venido aprobando leyes restrictivas del espacio cívico —como la de Agentes Extranjeros, que asfixia el funcionamiento de ONGs y medios de comunicación— mientras que la represión y la censura han arreciado en contra de activistas políticos, defensores de derechos humanos y periodistas independientes.
En este sentido, la aprobación de la reelección indefinida parece ser el último paso hacia la consolidación de un nuevo régimen autocrático en Centroamérica, amparado en la popularidad de Bukele y el éxito percibido de sus políticas de seguridad. Con esta reforma, además, Nuevas Ideas ha dado la última estocada al orden constitucional vigente que, entre otras cosas, salvaguardaba la competencia democrática y la alternancia política.
El fin del orden constitucional
En efecto, la nueva legislación contraviene a numerosos artículos de la Constitución de 1983, como, por ejemplo, el artículo 75 que establece la pérdida de derechos de ciudadanía a quien promueva la reelección; o el 174, que prohíbe expresamente los intentos continuistas. Todo lo cual, aunado a la propia postulación anticonstitucional de Bukele en los comicios de 2024, da cuenta de un esfuerzo sostenido desde el oficialismo por quebrantar el sistema que habilitó su propio ascenso al poder.
Si bien la reelección no niega en sí misma la competencia electoral, esta ley favorece claramente la permanencia de Bukele en el gobierno, así como la hegemonía de Nuevas Ideas y su colonización del aparato estatal. Por medio de cláusulas como la anticipación de elecciones presidenciales y su concurrencia con los comicios legislativos y municipales de 2027, la reforma no solamente dificulta que una oposición debilitada logre reorganizarse, sino que promueve la consecución de triunfos oficialistas en los diferentes niveles de gobierno, aprovechando el arrastre electoral del actual presidente.
Los entusiastas del bukelismo, por su parte, han insistido en presentar esta reforma como una que profundiza la democracia en El Salvador, al permitir que el pueblo siga optando por el mismo líder cuantas veces lo considere necesario. No obstante, esta mirada reduccionista del fenómeno democrático, obvia que un régimen carente de garantías legales y contrapesos institucionales puede volcar el poder de las mayorías circunstanciales en su propia contra, anulando el pluralismo político y los derechos fundamentales, como afirma Luigi Ferrajoli.
¿Una fiebre reeleccionista en América Latina?
Lejos de ser una excepción en el panorama político latinoamericano, el intento reeleccionista de Bukele se inscribe en una tendencia regional —y global— marcada por el ascenso electoral de proyectos antidemocráticos que, una vez instalados en el poder, subvierten la democracia desde dentro. Esta deriva no responde a una ideología única, sino a una estrategia común: desmantelar el Estado de derecho mediante reformas legales o reinterpretaciones judiciales que clausuran la alternancia, dejando de lado la tradición golpista de los autoritarismos del siglo XX.
Durante las dos últimas décadas, los intentos de reelección indefinida en América Latina habían sido patrimonio casi exclusivo de la izquierda iliberal, algunos con mayor éxito que otros. Si bien hubo líderes derechistas que emprendieron procesos similares en sus respectivos países —como Álvaro Uribe en Colombia—, jamás llegaron a perpetuarse en la presidencia por más de dos mandatos. Caso contrario al de Hugo Chávez y Daniel Ortega, quienes lograron enquistarse en el poder mediante controvertidas y numerosas reelecciones, producto tanto de reformas (anti)constitucionales como de fallos judiciales a modo.
Bukele, pese a proyectarse como un líder moderno, alineado con las nuevas derechas y abiertamente crítico de regímenes como el venezolano, ha seguido el mismo libreto. En 2021, los jueces impuestos por la Asamblea oficialista avalaron su candidatura para los comicios del año pasado, y ahora, con la reciente reforma, el camino queda despejado para un prolongado ejercicio del poder, favorecido tanto por su edad —44 años— como por los altos niveles de aprobación que mantiene dentro y fuera del país.
Más fragmentación ideológica
La consolidación del proyecto autoritario en El Salvador plantea un desafío considerable para los gobiernos democráticos de América Latina. Hoy, las derechas moderadas parecen relegadas a un segundo plano en el panorama regional, desplazadas por propuestas radicalizadas en los ámbitos económico, social y de seguridad, cuyo alineamiento con el bukelismo resulta evidente.
En varios países, el desencanto con administraciones de izquierda ha empujado al electorado hacia opciones derechistas que, al modo de Nuevas Ideas, entrañan riesgos para la democracia —como el bolsonarismo en Brasil— y que han ganado popularidad prometiendo políticas de mano dura inspiradas en el modelo salvadoreño.
El eventual ascenso de estas fuerzas iliberales en los próximos ciclos electorales dificultará aún más la articulación de un frente común contra las autocracias latinoamericanas, sean de izquierda o derecha. Por el contrario, acentuará la fragmentación ideológica regional y normalizará los dobles raseros a la hora de condenar prácticas autoritarias, según se trate de Maduro, Ortega y Díaz-Canel, o bien, de Bukele.
A ello se suma el estrecho vínculo entre el oficialismo salvadoreño y la administración Trump, así como su confluencia en la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC) con otras derechas radicales en ascenso —desde Javier Milei y José Antonio Kast hasta el propio Bolsonaro—, lo que seguramente blindará al gobierno de Nuevas Ideas ante futuras sanciones por corrupción o violaciones de derechos humanos, a diferencia de lo ocurrido durante el mandato de Biden.
Este escenario podría empoderar a liderazgos populistas afines a Bukele —como Rodrigo Chaves en Costa Rica— y, al mismo tiempo, restar credibilidad a los esfuerzos de Estados Unidos y sus socios regionales por promover la democracia en Cuba, Venezuela y Nicaragua. Además, ofrece una oportunidad discursiva tanto a las dictaduras de izquierda como a sus redes en la academia, los think tanks y los medios de comunicación regionales para reafirmar la narrativa según la cual el autoritarismo es un fenómeno exclusivo de las derechas, utilizando el caso salvadoreño como su argumento más eficaz.